Palabras, colores y sonidos
de Eduardo Poggi
para mis amigos axolotes
para mis amigos axolotes
Esta nota salió publicada en el mes de abril del
2010. La escribí con mucho cariño para la que-
rida Revista Axolotl. La reproduzco acá porque
resume a las tres artes que me apasionan, y que
dieron origen al nombre de este blog.
2010. La escribí con mucho cariño para la que-
rida Revista Axolotl. La reproduzco acá porque
resume a las tres artes que me apasionan, y que
dieron origen al nombre de este blog.
Una imagen es mucho más fuerte que mil palabras. Planteada
así, como un axioma, la relación entre la pintura y la literatura parece tener
un comienzo difícil. Parece una relación cargada de envidia, celos, o rivalidad.
Más que como una verdad absoluta, sería preferible tomar esta frase como una
hipótesis, como una primera suposición a profundizar, para buscar la simbiosis
que seguramente existe entre la pintura y la literatura.
Y si pensamos que los sonidos pueden generar imágenes
inexistentes —pensemos las poderosas imágenes que nos generan el llanto de un
bebé, el canto de un hornero, el viento y una chapa de zinc vibrando, el
arrorró que nos cantaban de niños— y de una intensidad superior a las reales,
el análisis se complica aún más.
Veamos.
Monet contra Maupassant. Monet diciendo que una sola de
sus obras pesa más que todas las palabras de Maupassant. Inverosímil. No solo
porque Monet nunca lo dijo, sino también porque sabemos que al ver una de sus
pinturas —por ejemplo, Impresión Puesta de sol, de la cual tomó su nombre el
movimiento impresionista—, nos embarga una emoción parecida a la que sentimos después
de leer Bola de sebo, de Maupassant.
Ya empezamos a encontrar similitudes: ambas nos emocionan.
Sentimos esa emoción tanto frente a la pintura como frente a la obra literaria.
Atrás de luces y sombras, de colores y formas, y más allá de la racionalidad de
las palabras, Monet y Maupassant, en una pintura y una obra literaria, han
logrado condensar algo que nos conmueve: arte.
Sentados en el
pasto del jardín, un padre y su hijo conversan. El padre habla, gesticula, y
mientras trata de convencer a su hijo de la conveniencia de no fumar, exhala el
humo de un cigarrillo. Las posibilidades de éxito son pocas. La fuerza de esa bocanada
de humo y el cigarrillo entre los dedos es tan poderosa, que una de las
preguntas del hijo podría ser: ¿Y vos por qué fumas? Las palabras del padre se
desmoronarían, y le sería imposible lograr su objetivo.
Este ejemplo corrobora el axioma inicial. ¿Por qué? Porque
no estamos hablando de arte, sino de imágenes y palabras de la vida cotidiana. Por
lo tanto, frente a la racionalidad de las palabras, la imagen del padre fumando
es la vencedora.
¿Podría Monet pintar la conversación entre ese padre y su
hijo? Seguro que no. Podría pintar una escena sugiriéndonos una conversación.
Pero nunca conoceríamos los argumentos de ella.
Este es el meollo de la cuestión por la que muchos
pintores escriben, y muchos escritores pintan.
Ernesto Sábato, en una entrevista publicada en ABC
Cultural N° 22 decía: “La pintura fue mi primera pasión, desde la niñez,
cuando aún no sabía leer ni escribir. Sea como haya sido, en mi contradictoria
y tumultuosa existencia, la literatura se fue imponiendo porque mis crisis
espirituales, psicológicas y políticas exigían ya palabras e ideas aunque
fueran ideas encarnadas en violentas pasiones”.
Sábato necesitó
de la racionalidad de las palabras para encontrar sus respuestas. La pintura ya
no le era suficiente. La pintura lo desbordaba en pasión pero no llenaba los
huecos que sólo las palabras podían cubrir. Por supuesto: los razonamientos que
buscaba no los podía pintar. En este caso, las palabras tuvieron más peso que
las imágenes de sus pinturas.
¿Qué pasaría si,
a imágenes y palabras, le agregamos sonidos? Busquemos argumentos más allá de los bordes de la relación entre la pintura y la
literatura.
Un ancho muro rodea una casa en la cima de un monte. Un hombre sentado en un auto a
punto de entrar por un pórtico con verjas. Las rejas de hierro forjado permiten
ver los árboles que bajan hasta la costa de un lago. Las puertas del pórtico se
abren, dejan paso al auto que rueda por un camino con guijarros de piedra
blanca, piedras que lastimarían las plantas de los pies si camináramos
descalzos. El crujido de las gomas aplastando los guijarros rompe el silencio
del lugar. El auto, después de pasar entre los canteros repletos de flores de
aroma dulce, llega por el sendero hasta la escalinata de la casa, y estaciona
frente a la puerta de entrada.
A esta sucesión de imágenes, ahora agreguémosle música.
Por ejemplo, música de un clásico del cine como Love Story —película basada en el best-seller escrito por Erich Segal—. Como espectadores, podemos deducir
que ese hombre en el auto viene a esa casa para una cita romántica. Lo
increíble es que, si a esas mismas imágenes le cambiamos la música por la de
otro clásico como Psicosis —del
incomparable Alfred Hitchcock, y sobre la novela de Robert Bloch—, se
transforma en cine de terror y suspenso: el hombre llegando a la casa para
encontrarse vaya uno a saber con qué espanto.
Es maravilloso, ¿no es cierto? La misma escena pero con un
invitado de distintas características a las imágenes y las palabras: el sonido.
El sonido que, estructurado dentro del pentagrama, escalas musicales, acordes,
armonía, contrapunto, instrumentación, generan la música. Música capaz de
cambiar una escena romántica en otra espeluznante.
¡Vaya, qué forma de concluir sobre la fascinante
simbiosis de las artes! Una simbiosis que nos muestra la íntima relación entre
ellas, sin que cada una pierda su identidad. La música y la pintura afectan nuestras
emociones de forma más directa que la literatura. La literatura exige paciencia
para estructurar ideas a partir de las palabras concadenadas en línea
horizontal. Es la gota que orada la piedra. La música es la más abstracta, y
requiere de un idioma propio que permite escribir sonidos. La pintura necesita
de un idioma gestual para plasmar en el lienzo luces, sombras, colores,
formas. El idioma de la literatura es el más habitual, sin que por eso sea más
fácil el objetivo. La poesía impacta a nuestras emociones. El ensayo apela al
intelecto para razonar sobre algún tema.
Isidoro Blaisten, en una conferencia que leyó en 1999 en
el Museo Nacional de Bellas Artes, dijo: “No hay nada más rápido que la mirada.
Pensemos cuánto tiempo nos lleva leer los siete tomos de En busca del tiempo perdido —de Marcel Proust—, pensemos en cuántas
buenas exposiciones podemos ver en ese tiempo. Pensemos cuánto tiempo nos
demanda la lectura y comprensión del Ulises
de Joyce y comparemos cuánta buena pintura podemos ver en ese tiempo. De manera
que podemos deducir correctamente que los tiempos de la pintura y de la
literatura son distintos”.
En principio, esta idea de Blaisten sorprende. Porque
está planteada desde el punto de vista del espectador y no del artista. Del
espectador que observa o lee. No del artista que pinta o escribe. Si nos ubicáramos
en el punto de vista del artista, la visión sería diferente. Y así lo aclara Blaisten
en el siguiente párrafo: “Sin embargo, Tolstoi, para acuñar una de las más
célebres frases literarias, no emplea términos literarios, emplea términos
pictóricos. Tolstoi dice: «Pinta tu aldea y pintarás el mundo». Este es un
consejo para todos los escritores”.
Los cinco sentidos aplicados a la literatura. Pintamos la
escena del padre con su hijo. Pintamos el auto ingresando al jardín para llegar
hasta la casa.
Los pintores necesitan “ver” más allá del paisaje que
pintan para plasmar afectos, vivencias, sentimientos que harán de su pintura
una obra de arte. La técnica de escribir, como en la pintura, trata de
despojarse de lo secundario o accesorio para que llegue lo esencial.
Algunas veces, el pintor no puede “ver” más allá de lo
que ve. Y entonces recurre a las palabras. Los molinos ya no existen —le decía Van
Gogh a su hermano Theo—, pero el viento sigue todavía. Porque lo obsesionaba
pintar el viento, lo obsesionaba pintar la penuria de los trabajadores en las
minas de carbón.
Por la desesperada necesidad de retener las imágenes, Vincent pudo descubrir
el alma de las personas y las cosas. Y pudo pintar locura, espanto, incluso la
alegría del girasol. Bach plasmó su genial obra impregnado de religiosidad. En
Borges podremos captar su amor a los libros.
Borges decía que los sinónimos no existen. El aroma de un
rosal agrada, el olor de un ramo de rosas marchitas incomoda, y el hedor del
agua podrida fastidia. Incluso, podríamos decir “el hedor del agua fastidia”:
la palabra “hedor” nos diría que huele mal. Las palabras tienen una carga
subjetiva, transmiten emoción. Y las usaremos dependiendo del contexto en que
se encuentren.
Lo mismo ocurre con los colores: un color depende de
aquellos que lo rodean. Sabemos que si miramos un jacarandá a contraluz, los
ojos se protegen del exceso de luminosidad y cierran las pupilas para evitar el
encandilamiento. El color es luz. Y cuando un rayo de luz ingresa hasta la
retina, los ojos se protegen creando el color complementario —mezcla de los
otros dos primarios— para compensar el contraste. Para probarlo, miren
fijamente y de cerca un foco de luz durante treinta segundos, apaguen la luz y cierren
los ojos otros treinta segundos: empezarán a ver un punto de color, rojo generalmente.
Enciendan la luz y abran los ojos sobre un fondo blanco —pared, papel u otra
superficie—, y verán un punto de color verde, mezcla de azul y amarillo que es
el complementario del rojo. Para pintar el cuadro, lo apropiado sería cubrir
toda la superficie, y no por partes: así, el ojo va ajustándose a la
interrelación entre los colores que la componen.
¿Puede componerse una misma melodía con diferentes notas
musicales? Sí, también nuestro oído escuchará a cada una de las notas en el
contexto de las notas que la rodean. Parece difícil de aceptar, pero nuestro
oído no escucha la nota aislada, sino que escucha la diferencia de tonos y
semitonos entre las notas de la melodía. Veamos dos ejemplos de “Cumpleaños Feliz”:
Feliz cumpleaños en Fa |
Feliz cumpleaños en Mi |
En los dos casos, las notas difieren, pero mantienen la
diferencia de tonos y semitonos entre cada una de ellas. El oido escucha que se
mantiene el tono entre las primeras dos notas de cada caso, que la tercer nota
sube un tono, la cuarta baja un tono, la quinta sube dos
tonos y medio, etc.
El contexto es un factor común a las tres artes, y de él
depende nuestra correcta percepción.
El
ritmo, la forma, la estructura, la armonía están presentes en todas las
artes. Una línea melódica avanza mediante su forma, su ritmo, su escala
armónica. Una pintura comienza con ciertos colores, contrastantes o no, y
detrás de la estructura se esconde la verdadera obra de arte que logra
emocionarnos. Tratemos de entender una página escrita sin puntuación, y nos
daremos cuenta de que el caos provoca un esfuerzo mental inútil. Las pausas, si
fueran sólo por una necesidad fisiológica de respirar, serían meras
detenciones. Son algo más. Son el ritmo superior, la cadencia necesaria que nos
conmueve cuando leemos una poesía.
Para eso, es necesario llegar al espíritu de la obra. Dejarse inundar por aquello que evoca la vista de una escena. Solo así lograremos transformar nuestros sentimientos en música, pintura o literatura. De lo contrario, saquemos una foto y guardémosla en la billetera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario